Tengo una amiga que siempre dice que, cuando pequeña, envidiaba a los que tenían abuelo o pueblo. Yo apenas tengo recuerdos de mis abuelos, pero sí tengo un pueblo al que recurro cuando me pongo nostálgico. No me pasa sólo a mí, nos pasa a todos los que, en esas noches de verano, pasábamos las horas entre calimocho y risas. Cuando nos juntamos, en otras noches de otros veranos que ya no son lo que fueron, siempre acabamos hablando de aquellas noches. Como si todo lo que hemos vivido después no tuviera la entidad suficiente para ser recordado.
Las historias de verano siempre pasan de noche y más en Andalucía, donde el calor hace imposible cualquier tipo de anécdota hasta que no atardece y las calles se llenan de niños y señoras que sacan afuera sus sillas. Un ambiente que anticipaba dos meses en los que pasarían cosas que recordaríamos toda la vida.
El verano que terminamos COU fue el último de aquellos veranos, pero en aquel momento aún no lo sabíamos. Ese verano, empezó como todos: Con Isabel, Pedro y Jesús en la “cabaña de los pinos” (una garita que por el día utilizaban los servicios de extinción de incendios), bebiendo cerveza y comiendo pipas. El hecho de ser autóctonos del lugar (los “Pachos” de Verano Azul) nos hacía sentir privilegiados. Era una situación de privilegio creada en la mente de los demás, de la que nos sabíamos aprovechar. Ellos, los de fuera, asociaban el pueblo con verbenas, noches en vela y piscina municipal. A nosotros se nos hacía larga la espera y, con disimulo, contábamos los días que faltaban para que nuestros amigos llegaran. Sin embargo, cuando lo hacían, apenas manifestábamos alegría, quizás por la indiferencia propia de la adolescencia masculina. A la que tan bien se había adaptado Isabel en nuestra compañía.
El primero siempre era Álvaro. Era de Getafe y tras tres noches seguidas con él, todos acabábamos diciendo mazo; hacía mazo calor, estaba mazo de buena, era mazo temprano todavía. Luego llegaban las chicas (María y Olga desde León, Natalia, las alemanas…) y, en la feria de finales de julio, con un poco de suerte, ya estaba completa la pandilla. Esas noches de feria eran las más especiales y en las que más se bebía. Quizás por eso nos reíamos tanto cuando, cansados, corríamos a la pista para bailar Paquito el chocolatero y quizás también por el alcohol, era el mejor momento para abrazarnos y decirnos aquello que por el día no se permitía.
El verano avanzaba como cualquier otro y nosotros nos acomodábamos bien a esa rutina. Como la cabaña de los pinos se quedaba pequeña para tanta compañía, cuando estábamos todos pasábamos las noches en el merendero de la mina. A veces Jesús conseguía que su padre le dejara el coche y discutíamos por elegir la música que ponía. Así, entre Camela y Extremoduro, contábamos cosas que nos hacían risa. A veces, alguna chica miraba al cielo y decía cosas del tipo “estas estrellas es lo que más voy a echar de menos” y yo, seguramente, no la entendería. Si la noche era cálida, mucho más frecuente en julio que en agosto, nos sorprendía el amanecer de camino a casa, y las gafas de sol y las señoras que barrían las puertas con las claras del día.
Pero ese verano tuvo una inesperada despedida: Mi amigo Jesús, que ese invierno había dejado los estudios, se incorporaba a filas. Creo que fue el primer aviso de que lo que estábamos viviendo no se repetiría. A partir de la noche de su despedida, en las conversaciones entraron temas como la universidad, las ganas de trabajar, de comprarnos coches y de buscarnos la vida. También recuerdo que no eran tantas las risas.
La última noche de aquel verano (el 31 de agosto de 1997) hizo más frío de lo que era normal. Con mangas largas, volvimos a los pinos pero el viento apenas nos dejaba escuchar. Los que quedábamos (algunos ya habían vuelto a la ciudad) aguantamos toda la noche despiertos, evitando cualquier conversación que mostrara que el futuro era incierto y que el verano estaba a punto de acabar. Como éramos menos, nos cobijamos del viento en la cabaña de siempre y, acurrucados, a alguien se le ocurrió un último esfuerzo: dar un paseo por todo el pueblo. Al pasar por mi casa vi que mi madre tenía levantadas las persianas y, con esa indiferencia propia que se tiene en la adolescencia masculina, les dije que tenía sueño y me iba a mi cama. A ninguno nos gustaban las despedidas. Me quedé viendo la tele en la cocina mientras mi madre hacía tostadas, en las noticias hablaban de un accidente de tráfico de la princesa Diana.
Vocabulario:
Calimocho: bebida a base de vino y refresco de cola.
COU: en el anterior plan de estudios, Curso Orientación Universitaria, último curso de educación secundaria antes de la universidad.
Garita: caseta que ofrece protección y suele tener una función de vigilancia.
Pipas: semillas de girasol. Fruto seco muy consumido por los españoles.
Verano Azul: serie de televisión de principios de los años 80. Narraba la historia de un grupo de amigos en un pueblo de la costa malagueña.
Noches en vela: noche que se pasa despierto, sin dormir.
Mazo: muy/mucho, jerga juvenil utilizada en Madrid.
Paquito el Chocolatero: canción muy popular en todas las fiestas y celebraciones en España. Se acompaña de baile en grupo.
Camela: Grupo de música muy popular en los noventas, letras pegadizas. Creadores del estilo tecno-rumba.
Extremoduro: Grupo de rock popular en los noventas. Su nombre hace referencia a la comunidad de donde son originarios. Extremadura.
Incorporarse a filas: Hacer el servicio militar. El Servicio militar (“la mili”) fue obligatorio en España hasta el año 2001.
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